De paso
La isla sin tiempo
Tenerife
Dicen que ahora viajamos para escapar de la taza de café temprano, de la pantalla del televisor, de la megafonía del supermercado, de las esperas en la consulta del dentista, de las metálicas ansiedades que conllevan la rutina. Dicen que, en el fondo, cogemos aviones para huir del aburrimiento que puede suponer vivir. En este sentido, Tenerife encierra una paradoja, ya que aquel que lo visita corre el riesgo de encontrarse consigo mismo, sin haber en ello ningún tipo de pretensión filosófica. La explicación a este misterio se encuentra en que en el transcurso de un día, el visitante puede enfrentarse a todos los tiempos meteorológicos posibles. De modo, que uno puede despertarse con una densa niebla similar a la de los madrugones laborales durante el inverno, comer con un sol digno de mes de agosto, y que por la tarde, le pille una lluvia torrencial en medio de un bosque repleto de verdes helechos como los que estudiabas en los libros de texto del colegio. Nunca hubo, por tanto, un tiempo tan poco definido y elástico, cuya variabilidad hiciera sentir a un forastero más cerca de lo vivido. Y, que al final, es la casa de uno. Si nada relacionado con la climatología surte efecto, siempre se puede recurrir al pan con mojo, al vino de la casa, a los atardeceres verdosos, a los baños en playas volcánicas de aguas negras como nebulosas, al sonido de la radio y de los platos que sale de una casita blanca con cortinas de cuentas, a la luz leve que se cuela por debajo de una contraventana y que guía el despertar. Esas miguitas con las que, aunque una persona nunca se haya topado por el camino; pueda recogerlas y llevarlas siempre al cuello.























