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¿Cómo ha ido el verano?

  • Foto del escritor: cristina saldaña
    cristina saldaña
  • 13 sept 2024
  • 5 Min. de lectura

Actualizado: 15 sept 2024

Cada septiembre la misma historia. Todavía no te habías sentado en el pupitre y ya había un compañero de clase haciéndote la pregunta de rigor: ¿Cómo ha ido el verano?.


Qué difícil resumir todas las historias de un verano en una sola respuesta. Es increíble recordar ahora, ya de mayor, cuando las vacaciones (entre tantos planes, festivales, y destinos exóticos) duran menos de un suspiro, que durante la infancia los veranos en el pueblo se antojaban infinitos. En mi caso, por aquel entonces la época estival comenzaba con la llegada a Beratón, porque antes tan solo había sido un simulacro. No habías ni deshecho la maleta y ya estabas en la calle, subiendo y bajando las cuestas, yendo en bicicleta, o de excursión al agujero del viento. ¿Los guiñotes?. Casi una religión. Si nos faltaba uno, jugábamos a la escoba. Si te cansabas de tanta actividad siempre podías hacer una paradita. Lo de las cuestas no era ninguna forma de hablar, ya que este pueblecito de color ocre perdido en medio de Soria puede presumir de contar con más que población empadronada. Por eso yo a veces me cansaba mucho de tanto ejercicio y cuando eso ocurría me iba a descansar a la casa de mi abuela Sofía. Allí sabía que me estaría esperando, sentada con las manos sobre el regazo y preparada para premiarme con magdalenas que dejaban un regusto cálido por el aceite de oliva. Ahora que lo pienso también me contaba muchas historias que me hacían quedarme sentada durante horas. ¿Sabíais que cuando antes daban clase en las escuelas mezclaban niños de diferentes edades?





También íbamos a la fuente a cazar cucharones, que no sabíamos muy bien si era un pez o una rana, pero sonaba como algo resbaladizo y difícil de atrapar. Algún valiente se atrevía también a meter los pies y las pantorrillas en el agua helada, pero solo si te habían picado las ortigas. Sobre todo, era importante saber que no se debía molestar a los perros de la placeta, y si pasabas por delante de las ovejas, era mejor taparse la nariz. Para el día que repartían chocolate caliente lo fundamental era tener un contacto en la peña de la agüela que te suministrara bizcochos de soletilla, porque con uno no daba para nada. ¿Te aburrías? (Si, nos daba tiempo hasta de aburrirnos). Pues ibas a la peña de los mayores para ver qué hacían. O si no, a la cruz de canto a coger cobertura. Poco importaba que no tuvieras todavía móvil o que nadie te escribiera. A veces, para aprovechar la subidita hasta las eras del Moncayo nos quedábamos jugando entre las ruinas de las antiguas casas, que por la noche se transformaban en sombras fantasmales. Uno no se da cuenta de lo que se ha alejado de la inocencia hasta que no ve a un niño entre piedras imaginando que es una fortaleza.


No pisabamos nuestra casa en todo el día. Exprimíamos hasta el último rayo de sol amarillo. En mi cabeza ahora todos los días tienen esa luz pesada que solo se ve en los campos de Soria, a pesar de que sé que no era siempre así, porque por las noches refrescaba y olía a tierra mojada. La prueba es que cuando se acercaba la hora de la cena, nos acompañabamos a nuestras respectivas casas para coger algo de abrigo. A mi me gustaba pasearme por todas ellas, pero sobre todo por la de mi prima Paula, porque llegábamos y estaba todo oscuro, al resguardo del calor y sus abuelos nos recibían con voces cantarinas. Después íbamos a la de Carlota, donde tenían un brasero debajo de una antigua mesa con faldones, y a mi, no me cabía en la cabeza cómo era posible que antes, durante los duros y largos inviernos, no hubiera más incendios accidentales. En cambio, cuando llegábamos a mi casa, y veíamos a mi abuelo Anastasio sentado en su sofá de siempre y a mi abuela Carmen concentrada en una partida al solitario con algo preparado para llevarnos a cenar a la peña, la calma me invadía. Qué misteriosos se me antojaban entonces los abuelos, como si de seres mitológicos de gran sabiduría se trataran.


Después, ya preparados para el frío, volvíamos a la peña. Toda niña o niño debería pertenecer a una peña donde ser libre, porque lo del pueblo era libertad de la buena, de la de verdad. De golpe y porrazo eres lo suficientemente maduro como para probar el melocotón del terrizo directamente del cazo, aunque las malas lenguas dijeran que una vez un niño se cayera a la marmita y desde entonces fuera siempre un poquito piripi. O traspasar esa frontera de la medianoche para contemplar las lágrimas de San Lorenzo o para perseguir las charangas los días de fiestas. O, también, para ir en moto o jugar con pistolas de balines. En cambio para los adultos es diferente y es que en los pueblos existe cierta licencia con la que a uno se le permite ser más mayor de lo que en realidad se es, pero también más joven. Durante las fiestas nadie está más contento, desinhibido y con ganas de jugar a todo lo que le echen que los adultos. Jamás vi a mis padres bailar un pasodoble con tantas ganas, tan felices y despreocupados, como si fueran unos críos. Probablemente los veranos habrían sido muy diferentes si hace unos cuantos años unos jovenzuelos a los que hoy llamo papá y mamá no se hubieran conocido dando brincos en las verbenas en las que yo he crecido. Los adolescentes en cambio no quieren ser más mayores o más pequeños si no experimentar con nuevas facetas suyas para descubrir la persona en la que se convertirán. Quizás por eso en el pueblo veías al que siempre había sido tímido ejerciendo de juez de terrizos agarrado al brazo de todas las señoras mientras les contaba su vida de peña en peña. En cambio, al extrovertido le veías cortado cuando tenía que llevar un disfraz ridículo. O al alocado ejerciendo de policía bueno para convencer al resto de que hace demasiado frío para tirar al novato al pilón. O sorprendías al miedoso chipiando a todos los mayores el día del agua, a pesar de que él mismo sabía que se trataba de una mala idea porque estos iban a acabar vengándose.


Aunque eso de ser inconscientes nos pasaba un poco a todos, y de repente te veías envuelto en una situación que jamás habrías imaginado. Como aquella vez que mi amiga Carmen en plena huida tras una trastada se cayó de bruces contra el suelo con tan mala suerte de que se le quedaron un montón de cardinches enredados en el pelo. Cuando nos vió su madre en el baño de mi casa cortándole mechones rubios para desenredar el estropicio, lo primero que pensó es que se había ido a revolcar con algún chaval.


Para esto no te traigo yo a Beratón. Ahora mismo pareces la Amy Güainjouse esafue lo que dijo.


Tengo muy claro que yo sería otra si no me bailara el pie cada vez que escucho el vals del obrero o con ese “te mataré con mis zapatos de claqué''. O desconociera lo que va después de un “Esto era una abuela que tenía…”. O también, si no supiera quien es la madre de José, que por la boca vive el pez, o que Santiago de Chile se despierta entre montañas. Porque el amanecer era otra de esas cosas a las que solo le prestabas atención en verano, aunque el resto del año también ocurrieran. Y en el pueblo te permitías el lujo de tumbarte en el remolque a hablar, hablar y hablar, hasta que, finalmente, el alba tiñera poco a poco el cielo de gris azulado.


¿Las vacaciones? Bien, bien. Ha sido un buen verano.



 
 
 

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Cristina Saldaña

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