Las apariciones de nieve
- cristina saldaña
- 15 sept 2024
- 3 Min. de lectura
En Riga pasé mi primer invierno sola. Durante aquel año, los primeros copos nos sorprendieron a finales de octubre y ya no nos abandonaron hasta finales de abril. Recuerdo observar desde la ventana de mi habitación cómo los copos iban transformando el patio de vecinos hasta dejarlo completamente maquillado. A partir de entonces la luz comenzó a menguar y los atardeceres se volvieron perezosos como si trataran de encontrarse con los anocheceres. Llegamos incluso a coger como costumbre acercarnos al río antes de comer para contemplar el sol antes de esfumarse. Si no tenías cuidado y te quedabas dormido después de una fiesta, corrías el riesgo de vivir en una noche continua que se repetiría una y otra vez. En los hangares donde estaban los puestos del mercado había salmón fresco, coles regordetas, caquis duros y anaranjados que explotaban tiernos contra el cuchillo. Fuera en las tardes de invierno, los árboles estaban pelados, y los niños vestidos con gruesas chaquetas plateadas y azules que entorpecían su motricidad. Desde mi cocina veía motas rojas en edificios de tejados escalonados a través de la niebla, el fulgor de los faros que proclamaba la llegada del tren, y que iluminaba el tendido eléctrico de la estación y se apagaba como la mecha de una bengala.

Las apariciones de nieve siempre se han quedado atascadas en mi memoria con especial lucidez. Es algo que nos ocurre con frecuencia a aquellos que pertenecemos a lugares poco visitados por este fenómeno. Todos rememoramos con precisión dónde estábamos, con quien hablábamos o cuáles eran nuestros planes. Las conversaciones de los días posteriores se ven, de forma irremediable, cubiertas por ese manto blanco que termina por adquirir un tono grisáceo y mustio sobre las aceras de las ciudades. No ocurre lo mismo con los momentos de bochorno que preceden a los grandes diluvios, ni con el viento gélido o las olas de calor. En mi memoria no hay ni rastro del día de ese año en el extranjero que deje de usar abrigo, a pesar de que sé, que tuvo que ocurrir en algún momento.
Ese año descubrí lo que pasa cuando nieva, y el interior de las botas se empapa por no haber elegido otras de un material mejor, y entonces se oye un pequeño crujido amortiguado a cada paso, similar al de los hielos cuando vertemos refresco en un vaso. Sé lo que ocurre cuando la temperatura es tan baja que ya ni siquiera nieva y solo el hielo permanece, cuando el aire afilado te corta en lo más hondo cuando respiras y te inflama las articulaciones hasta dejarlas inmóviles. En nuestro patio de vecinos había un hombre que dormía allí algunas noches porque no tenía donde refugiarse. Durante las mañanas desaparecía, pero era fácil reconocer su hueco en la nieve. Una vez, mi compañera de piso y yo le ofrecimos mantas y comida, a lo que él se llevó las manos a los labios para indicarnos si teníamos un cigarrillo. Aquella fue la última vez que le vimos. No puedo imaginar lo que él sabe.

De donde yo vengo la nieve no es tampoco un fenómeno especialmente esperado por nadie. De hecho, la sorpresa inicial y la ilusión suelen verse rápidamente sustituidas por la sensación de incomodidad. Tras ese tiempo estudiando en Letonia, volví a mi casa en Zaragoza a terminar la carrera y una nevada desorientada nos invadió un día cercano a la primavera. Yo por entonces me encontraba haciendo unas prácticas en la Audiencia Provincial y allí fue donde acudí aquella mañana. Como era lógico, cuando llegué descubrí que el juicio había quedado suspendido. Algo que celebré yendo a comprar un croissant. En la única cafetería que encontré abierta, el frío y el agua derretida se colaban sin tregua por debajo de la puerta, como suele ocurrir con la nostalgia de las cosas que creíamos olvidadas.
Era una época en la que la decisión entre irme o quedarme se me quedaba enredada como el hilo de un jersey en todos los pomos de las puertas. Mataba las decisiones a base de opciones, todas colocadas en frente de mí, demasiado jugosas como para elegir solamente por una. ¿Debía desaparecer y no volver jamás, hasta convertirme un recuerdo lejano, un fulgor que pasa de puntillas por la vida de algunas personas? ¿Realmente necesitaba escaparme para intentar alcanzar una vaga impresión de libertad? O por el contrario, ¿era más inteligente dejarme engatusar por aquella ciudad tan familiar, a medio camino entre un pasado que ya no reconfortaba y un porvenir aún sin dibujar, con la secreta esperanza de que si dejo de respirar y me quedo muy quieta sin hacer ruido, quizás la congoja se calme y respire al fin?
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