Paris, Texas (1984) de Wim Wenders.
- cristina saldaña
- 15 sept 2024
- 2 Min. de lectura
Actualizado: 11 ene
Es difícil concretar cuándo comenzó el fin de algo. El acto de recordar puede ser como un viaje por las desérticas carreteras del interior de Estados Unidos.
El personaje de Travis en Paris, Texas se enfrenta a esa peligrosa búsqueda en uno mismo que comienza, como suele ser, en la idealización. Travis evoca a menudo ese París de Texas donde sus padres fueron felices porque es la única forma de serlo que ha aprendido. Las lejanas imágenes de la película super 8 donde Jane y Travis se divierten en la playa aparecen envueltas en un halo de distancia, como si faltara algo. Y es que a veces recordar implica también no salir muy favorecido en la foto. Es necesario que nuestra memoria se enfrente con lo más desagradable de nuestra existencia, porque de lo contrario jamás lograremos esclarecer aquello que falló y que pinchó la rueda de nuestra furgoneta.
Son los fantasmas de Travis los que le llevan a iniciar esa caminata sin rumbo por parajes inhóspitos, tal vez, con la esperanza de comprender. Travis se empeña continuamente en marcar sus propios ritmos, -va en coche en lugar de coger un avión, camina cuando todos van en coche-, lo que se vuelve un alegato a que las personas se salvan ellas solas. El reencuentro con Jane vestida con un jersey rosa en el peep show es más bien consigo mismo. Hay algo de confesionario católico en esa maravillosa escena. Lamentablemente no está en la mano de Travis reparar el daño que ha causado en el pasado, pero sí dejarlo todo lo más ordenado posible antes de marcharse y seguir adelante. Es lo que ocurre en esas autopistas en las que no hay glorieta para rectificar y solo queda continuar conduciendo, prestando, esta vez, más atención a las señales para no saltarnos la salida de nuevo.
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